LA SEGUNDA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL Y EL IMPERIALISMO. UNA ECONOMÍA MUNDIALIZADA.

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Durante la segunda mitad del siglo XIX, el proceso de industrialización y crecimiento económico experimentó un fuerte impulso y extensión geográfica, dando lugar a la Segunda Revolución Industrial. El resultado fue la aparición de nuevas potencias industriales y la formación de un sistema económico mundial crecientemente integrado e interdependiente. Se produjeron avances científicos e innovaciones técnicas, surgieron nuevos inventos, se emplearon nuevas fuentes de energía y la organización de la economía capitalista sufrió profundos cambios.

Paralelo a ese proceso económico, y estrechamente vinculado a él, tuvo lugar el fenómeno de la expansión imperialista de las nuevas potencias industriales por el resto del mundo todavía no desarrollado. Los grandes Estados europeos, Estados Unidos y Japón tomaron parte en ese fenómeno, que alteró el sistema internacional de manera irreversible y tuvo grandes implicaciones socioeconómicas y políticas.

A partir de mediados del siglo XIX y sobre todo en torno a 1870, el proceso de modernización económica experimentó un fuerte impulso. Las potencias industrializadas del continente europeo, con Reino Unido a la cabeza, mantuvieron su hegemonía en el proceso industrializador. Pero surgieron nuevas potencias, especialmente Estados Unidos y Japón. Este proceso de intenso crecimiento económico se conoce como Segunda Revolución Industrial y se produjo en virtud de varios factores concurrentes: una profunda crisis económica y el inicio de una larga depresión, que obligó a transformar las bases del capitalismo industrial; la presencia de innovaciones tecnológicas derivadas de la ciencia moderna que tenían aplicación industrial; el florecimiento de las nuevas industrias eléctrica y química; el uso del petróleo como materia prima energética para las nuevas industrias del transporte (automóvil y, más tarde, el avión); la renovación de la industria metalúrgica con nuevos metales y aleaciones; y la expansión de la moderna siderurgia del acero.

En este contexto, un grupo de países siguieron los pasos de Reino Unido industrializando su economía: en Europa, Francia, Bélgica, Alemania y Suiza; en América, Estados Unidos. A este grupo se le sumaron Suecia, Italia, España y la Rusia europea, y fuera de Europa, Canadá y Japón.

Todas estas nuevas potencias industriales desarrollaron los sectores productivos y las fuentes de energía de la Primera Revolución Industrial (el textil algodonero, la metalurgia del hierro, la minería del carbón, la construcción ferroviaria y la máquina de vapor), además incorporaron los nuevos avances.

De este modo, Alemania se convirtió en la segunda potencia industrial (tras su unificación en 1870) debido al auge del transporte ferroviario y marítimo; al aprovechamiento de un sistema educativo y científico muy evolucionado; a una notable concentración industrial y financiera, que dio lugar a grandes empresas muy eficientes y rentables (Krupp en la siderurgia, BASF y BAYER en la química); y al firme apoyo del Estado al crecimiento industrial con la implantación de políticas proteccionistas para favorecer a sus sectores industriales y agrícolas.

Estados Unidos, se convirtió en pocas décadas en la primera potencia industrial del mundo. Tras la guerra de Secesión (1865), el nuevo coloso económico aprovechó muy bien varias ventajas potenciales que sirvieron de estímulo en dicho proceso: la riqueza de recursos naturales en su territorio (hierro, carbón, oro, petróleo); la disponibilidad de un amplio mercado de consumo y de mano de obra abundante por el crecimiento demográfico interno y la masiva oleada migratoria europea (su población pasó de 31 millones en 1860 a 92 millones en 1914); la rápida construcción de una red ferroviaria y telegráfica; la creación de un sistema empresarial abierto y flexible; y la especialización regional de la producción y el consumo.

Asimismo, Japón inició su proceso de industrialización con la llamada Revolución Meiji en 1868, que restauró el poder imperial y terminó con el feudalismo. El país emprendió la senda de la modernización bajo moldes occidentales. El nuevo Estado monopolizó la actividad económica y promovió la formación de empresas públicas para desarrollar industrias textiles, mineras, siderúrgicas y ferroviarias, a pesar de carecer de materias primas y de recursos mineros y energéticos propios. Por otro lado, la inversión estatal en educación primaria y en la promoción de la investigación tecnológica rindieron sus frutos y, a finales del siglo, Japón se había convertido en la primera potencia industrial no occidental del mundo.

Cabe mencionar que Reino Unido siguió siendo la principal potencia industrial del mundo, y su moneda (la libra esterlina), el principal medio de pago en los intercambios internacionales. Sin embargo, fue reduciéndose su posición hegemónica a medida que otros países alcanzaban la fase de plena industrialización. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, había sido superada ampliamente por Estados Unidos y, en menor medida, por Alemania.

La Segunda Revolución Industrial se caracterizó por nuevos inventos y nuevas fuentes de energía, que dieron origen a aplicaciones industriales de enorme impacto en la vida de las sociedades industrializadas. Así, la electricidad fue la gran innovación energética como fuente de luz, calor y energía, y la invención de los transformadores y los alternadores, junto con el perfeccionamiento de los cables de alta tensión, permitieron conducir la electricidad a grandes distancias. Las aplicaciones de la electricidad que mayor impacto obtuvieron fueron en el alumbrado público y los aparatos eléctricos. Por otro lado, el uso del petróleo supuso notables avances, tanto como combustible como brea para impermeabilizar el casco de los barcos. En 1885, el alemán Karl Benz inventó el motor de explosión o de combustión interna alimentado por gasolina y, después, en 1897, Rudolf Diesel, el motor de aceite pesado (gasóleo).


En la industria automovilística y aeronáutica destaca el automóvil de Benz y Gottlieb Daimler. Más tarde, surgió en este ámbito la fabricación de coches en cadenas de montaje gracias al empresario estadounidense Henry Ford. Este sistema supuso una nueva organización del trabajo (taylorismo), que implicaba nuevas formas de disciplina y control por parte del capital y un incremento de la productividad del trabajo, que crecía con fuerza en las primeras décadas del siglo XX.
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El taylorismo trajo consigo la separación del trabajo de concepción y el trabajo de ejecución; la parcelación y la repetitividad en la cadena de montaje. También, con el incremento de los salarios, adelanta una teoría sobre el consumo de masas.

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A la expansión de automóvil le siguió pronto la industria aeronáutica, con la prueba de vuelo del primer avión por los hermanos Wright hacia 1890 en Estados Unidos.

A todo ello hay que añadir el crecimiento de la industria química gracias a sus innumerables aplicaciones (abonos para la agricultura, nuevos componentes para la fabricación de papel, medicamentos, materiales plásticos, explosivos, etc.), así como la revolución de los transportes (barco de vapor, ferrocarril) y de las comunicaciones (código Morse).

La formación de una “aldea global” bien comunicada fue parte del proceso de conformación de un verdadero sistema económico mundial integrado a escala planetaria: la primera etapa de la “globalización” económica internacional de nuestros días.

La creación de un mercado mundial interdependiente no fue un proceso armónico ni equilibrado. Respondía a las necesidades creadas por la industrialización en algunos países: la demanda de materias primas y alimentos que escaseaban en sus territorios; la búsqueda de mercados para colocar su cada vez mayor producción industrial; la exigencia de zonas para la emigración de su creciente población excedentaria; y la demanda de áreas de inversión privilegiada para rentabilizar sus capitales.

Hay una última faceta de la globalización: el gran volumen de las migraciones internacionales a partir de mediados del siglo. Gracias a los nuevos medios de transporte y al crecimiento demográfico registrado en Europa, hubo migraciones masivas a otros continentes. El punto más alto de ese masivo movimiento migratorio se alcanzó en vísperas de la Gran Guerra: el número de emigrantes europeos fue de más de un millón y medio en solo cinco años, entre 1909 y 1914.

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Las transformaciones socioeconómicas operadas en la segunda mitad del siglo XXI fomentaron una expansión imperial muy distinta a la del colonialismo de la época moderna, forjado este en torno al comercio mercantil y la constitución de colonias de poblamiento. El nuevo imperialismo fue el resultado combinado del intenso desarrollo económico de la Segunda Revolución Industrial y de la consolidación de Estados nacionales poderosos, que se sentían superiores a las demás sociedades preindustriales.

La formación de los nuevos imperios se debió a esa extraordinaria y rápida expansión del poder y de la influencia de los países industrializados en función de varios factores. En primer lugar, en cuanto a los factores económicos, cabe mencionar la búsqueda de nuevos mercados consumidores, los proveedores de materias primas y los lugares de inversión de capital excedente. Entre los factores políticos y diplomáticos se encuentran los derivados del antagonismo entre las potencias y los nacionalismos (política de poder y prestigio). Por otra parte, los factores demográficos también influyeron, por lo que hay que tener en cuenta el alto crecimiento de la población europea en esta época. Por último, con respecto a los factores ideológicos y culturales hay que destacar la supuesta superioridad de la civilización europea y el espíritu misionero y científico.

La conquista y colonización de África durante la segunda mitad del siglo XIX y primeros años del siglo XX es una de las manifestaciones más visibles del nuevo imperialismo. Antes de 1885, África era la gran desconocida y donde la presencia europea se ceñía a una franja en las zonas costeras. En un plazo de menos de treinta años, los europeos pasaron a controlar y dominar casi todo el continente. Para imponer cierto orden en el suculento reparto, las potencias europeas se reunieron en la Conferencia de Berlín de 1885, en la que se decidió que solo la ocupación efectiva del territorio africano podía dar título de legitimidad a la colonización por parte de un país reclamante. A partir de entonces, se inició una súbita carrera de las potencias imperialistas para repartirse el continente.

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Al igual que sucedía en África, la presencia colonial europea en Asia antes de mediados de siglo era reducida y limitada a enclaves coloniales costeros. En el área del Pacífico, esa presencia era todavía más escasa y dispersa. La gran diferencia con el caso africano es que el fenómeno imperialista en Asia no sería obra exclusiva de las potencias europeas, sino que contaría también con otras dos protagonistas principales: Estados Unidos y Japón, que a partir del último tercio del siglo XIX, iniciaron una vertiginosa expansión colonial en clara rivalidad con las potencias europeas.

El protagonismo imperial europeo en Asia correspondió a cinco potencias: Reino Unido, que ocupó el centro de Asia y la India; Rusia, que se apoderó de Asia central y septentrional junto a Alemania; Francia, que controlaba Indochina y toda la parte oriental que se unió posteriormente a esta región; y Holanda, que ocupó Indonesia.

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En conclusión, el imperialismo provocó consecuencias de gran alcance histórico. Desde un punto de vista militar, fue causa de numerosos conflictos entre los países imperialistas y también provocó múltiples episodios violentos tanto para imponer el dominio en las colonias como para aplastar las rebeliones indígenas. En el plano económico, significó un reajuste de los flujos mercantiles y financieros que favoreció el desarrollo de los países metropolitanos y la explotación de los recursos materiales y demográficos de las zonas colonizadas, además de implicar cambios en la actividad económica de sociedades tradicionales y preindustriales. Por último, en el orden sociopolítico, el reparto territorial fracturó sociedades forjadas por vínculos tribales, creando fronteras artificiales y estimulando tensiones étnicas por el apoyo colonial a diferentes grupos dentro de los nuevos límites fronterizos. También provocó un elevado grado de aculturación, en la medida en que las poblaciones coloniales fueron forzadas a aprender las lenguas y las costumbres de los colonizadores como único medio de promoción social, subsistencia económica y acción política legal.

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